Vida y Pasión del Olivo

Desde hace unos pocos años he venido escribiendo un texto, más o menos acertado, para esta revista de Semana Santa. Siempre he contado algo, o mucho, sobre los olivos y el aceite, pasión por estas cosas mías y tan nuestras. Pasión, de entusiasmo y ardor. Lo he hecho con ilusión, la misma con la que cada mañana me levanto para ir al campo, empezar una nueva tarea o continuar con la que vengo haciendo desde hace varias jornadas. Estos días de finales de febrero y principios de marzo, la tala me ocupa bastante tiempo, mirar un olivo para ver la rama que estorba y cortarla porque tapa a otras nuevas y que no las deja crecer apropiadamente, otra de la que tienes que cortar, un trozo, un golpe lo llaman los “talaores”, para hacerle sitio a la que viene tirando desde abajo. Escamujar y trocear la leña para calentarnos el invierno que viene. Ahilar el ramón para picarlo. Todo esto conviviendo con los jaramagos que han crecido demasiado y con las resistentes malvas que crecen con una salud envidiable. Hierbas que hay que ir quitando a fuerza de arado unas veces, con rastra para doblarlas y doblegarlas otras y cuando no queda más remedio, con la mochila.
Desde los tiempos de los fenicios, gentes que venían a por nuestros metales desde el Oriente Medio, cruzando el mar Mediterráneo entero, hace tres mil años, nos trajeron las primeras plantas de olivo, este maravilloso árbol que ha convivido con nosotros, formando parte de nuestro paisaje, de nuestra cultura, de nuestra economía. Dándonos alimento con sus aceitunas y su aceite, calentando nuestros hogares, hasta reposo con sus sillas de olivo frente a la chimenea e iluminando nuestras interminables noches de invierno.
Con los romanos, su cultivo se extendió por gran parte de nuestra geografía patria, (para llevarse el aceite a Roma, consumidora insaciable), por tierras del Bajo Aragón, por tierras de Lérida y de Tarragona. Creció en Baleares, en el Maestrazgo y en tierras alicantinas. Por tierras y de Sancho Panza y de don Quijote. Y por Andalucía inundó llanos, lomas, cerros y laderas de montañas. Siendo fuente de inspiración para Machado, Lorca y Muñoz Rojas.
También con los romanos nos llegaron los primeros cristianos y la doctrina de Jesús se extendió, a la par que los olivares, como mancha de aceite, entre los hispanos, habitantes de aquellas antiguas provincias romanas de Tarragona, Cartagena y la Bética. Y muchos de aquellos hispanos, primitivos cristianos nuestros, pagaron con su vida como los mártires andaluces san Acisclo y santa Victoria por mantenerse firmes y fieles a sus creencias cristianas, frente a los cultos que los romanos rendían a sus dioses paganos. Así los cristianos nos enseñaron sobre el nacimiento, vida y obra de Jesús y su pasión y muerte. Pasión de padecimiento de sufrimiento. Los agricultores hispanos aprendieron sobre el cultivo del olivo. Las labores necesarias para hacerlo más productivo, las técnicas de la poda, buscando los cultivares más apropiados, experimentando para obtener nuevas variedades: empeltre y cornicabra más arriba. Lechín y verdial. Nevadillo y pajarero. Carrasqueño, gordal y manzanillo. Marteño en las tierras jaeneras, el picudo se extendió por las zonas montañosas de Priego y de Cabra y por los campos de Lucena, el lucentino, más conocido como hojiblanco, por tener las hojas de un verde más claro. Mejoraron las técnicas para la molturación de la aceituna y la posterior extracción del aceite.
Más tarde musulmanes y reconquistadores, hombres del Renacimiento y del Barroco, españoles del XIX y del siglo XX, explotaron este recurso olivar y lo distinguieron como importante fuente de riqueza y prosperidad. Muestra de ello es el enriquecimiento que muchos hacendados de nuestros pueblos y ciudades obtuvieron con este preciado cultivo. Levantando palacios y ricas casas solariegas, majestuosas iglesias barrocas, cuyas obras encargaban a los más afamados alarifes, decoradas con los más ricos ornamentos. Apareciendo hermandades y cofradías al amparo, en muchos casos, de acomodados labradores de infinitos olivares, dando oficio y beneficio a artistas imagineros de Vírgenes dolorosas y Cristos amarrados, crucificados y yacentes que congregan multitudes por calles y plazas en nuestras Semanas Santas para revivir cada primavera la pasión y muerte de nuestro Padre Jesús.
Eran tiempos de esplendor, riqueza y prosperidad en el olivar. Vida y gloria del olivarero. Honor y más gloria para el olivo. Un propietario con mil olivos mantenía a varios trabajadores todo el año. Gañanes sobre todo. Y a otros bastantes más en época de recolección o de tala. Cavando pies o desvaretando. Daba ocupación y empleo. Mantenía y fijaba población en los pueblos, valga la redundancia semántica. Todas las casas estaban ocupadas en su mayoría por familias numerosas. Las poblaciones rurales estaban llenas, no vaciadas. Había entendimiento, armonía y convivencia con la naturaleza. Respeto por el medio ambiente, aunque estas palabras posiblemente ni se conocieran.
Pasada la primera mitad del anterior siglo, el XX, el campo en general y el olivar en particular empieza a mecanizarse. Máquinas segadoras, máquinas para trillar, máquinas aventadoras. Llegaron los primeros tractores, las primeras cosechadoras, los grandes especuladores y a Palenciana, Juan Cruz. Máquinas y tractores que hacían el trabajo de muchos jornaleros, pobres trabajadores que tuvieron que abandonar el campo, su tierra y su casa para emigrar a las ciudades en busca de porvenir. Es el éxodo rural. Los pueblos empezaron a despoblarse, a vaciarse, a cerrarse las casas. Con el adelanto de la maquinaria y la modernidad, el uso de los primeros abonos,( aquellos nitratos de Chile que se anunciaban a la entrada de los pueblos de carretera con grandes cartelones de azulejos); tratamientos para mantener sano el olivo y aquellos líquidos letales para las hierbas. Estos adelantos que iban a hacer el campo más próspero y crear más bienestar a los agricultores, supuso que aquellos pequeños y medianos labradores, como aquel de los mil olivos, no pudieran dar tantos peones, además de vérselas y deseárselas para sacar su casa adelante. Llegaron los tiempos de menos esplendor, de menos riqueza, de menos gloria, de menos prosperidad en el olivar y en los pueblos. Los precios de la aceituna ya no daban para tanto. Precios caros para los productos que compramos y nuestra aceituna barata. Época de pasión del olivarero, pasión de padecimiento, pasión de sufrimiento, como la de Jesús, y de estrecheces.
Con la entrada de España en la Comunidad Económica Europea en los años ochenta del anterior siglo último, llegaron ayudas para el campo. Engorroso papeleo que traía a los agricultores de cabeza, pero dieron un respiro. Se abrieron nuevos mercados para nuestros aceites y para nuestras aceitunas, pero acaparados por los italianos, supusieron un alivio a los olivareros.
Con el nuevo siglo actual, el XXI, el agro español experimenta una gran transformación. Lo que antes fue mecanizar el campo, ahora es industrializar el campo. También el olivar. La ruina de las tierras calmas por la escasa productividad del cereal, supuso incorporar nuevas tierras a la plantación de más olivos. Arranque de viñedos para plantar más olivos. Arranque de almendros para plantar más olivos. Arranque de olivares centenarios para plantar más olivos. Venga olivos y más olivos. Y surgieron los olivares intensivos y los olivares superintensivos, con nuevas variedades amansadas, atiborrando al olivo de agua, atiborrando al olivo de fertilizantes, atiborrando al olivo de pesticidas para exprimir al olivo y la tierra al máximo posible, haciéndolo productivo casi desde el segundo año después de la plantación, gracias al milagro del atiborramiento. Y abaratando enormemente el principal gasto del olivar, el de la recolección. Grandes cosechadoras cabalgando sobre los precoces olivitos, de día y de noche, con sol o con lluvia, con un solo operario en plan de industria robotizada, para extraer los granos de las preciadas olivas. Grandes empresas se interesan por este sector productivo de la aceituna y del aceite. Ya no son los agricultores de toda la vida, son especuladores de grandes empresas, son accionistas del Ibex 35. Las distribuidoras de aceite de oliva y las de aceituna de mesa ajustan los precios de sus compras a los costes del olivar superintensivo. El agricultor de olivar tradicional con su viejo tractor, sus maquinillas vibradoras para facilitar la caída de la aceituna en la recolección manual, con sus esforzados aceituneros vareando y tirando de los fardos. El agricultor de olivar tradicional con su mochila para quitar las malas hierbas, su motosierra atronando sus oídos y desvaretando con su antiguo hocino, no puede competir en precios con el empresario de olivar superintensivo. No puede resistir más aunque siga contribuyendo a fijar población en nuestro mundo rural, aunque siga dando más jornales que los superintensivos.
Y si a todo ésto le sumamos el aumento de producción de aceite por las masivas plantaciones de nuevos olivos y el descenso en el consumo de aceite de oliva en España, Grecia e Italia, principales productores mundiales, a pesar de lo barato que está aquí el aceite y de todas las recomendaciones médicas y científicas sobre los beneficios de su consumo, nos encontramos con unos olivareros al borde de la ruina, hipotecados hasta las trancas y cortando carreteras y haciendo tractoradas. Jóvenes agricultores y aquellos con vocación de serlo huyen del campo. Abandonan los pueblos. Si a esto no se le pone remedio, la España vaciada nos llegará y se vaciará todavía más.
Que la Semana Santa os sea propicia.
Cristóbal García Espadas es maestro jubilado y aficionado olivicultor.
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